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    El hijo pródigo, según Jesús
    por Nityananda

     


    Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me corresponde de la hacienda”. Y el padre repartió la hacienda. A los pocos días, el hijo menor reunió todo, se marchó a un país lejano, y allí disipó toda su fortuna viviendo pródigamente. Cuando hubo gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca, y comenzó a padecer necesidad. Se fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus tierras a guardar cerdos. Deseaba llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba. Y reflexionando, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; tenme como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y fue a su padre.

    Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y, conmovido, corrió y se echó al cuello de su hijo, cubriéndolo de besos. Díjole el hijo: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Sacad inmediatamente el vestido más rico, y ponédselo; ponedle también anillo en su mano, y sandalias en sus pies. Traed el ternero cebado, matadlo y vamos a comer, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido encontrado”. Y todos se pusieron a festejarlo.

    El hijo mayor estaba en el campo, y al volver y acercarse a la casa, oyó la música y los bailes. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué significaba aquello. Y éste le contestó: “ha regresado tu hermano, y tu padre mató el ternero cebado porque lo ha recobrado sano”. Él se ofendió y no quería entrar. Mas su padre salió y se puso a exhortarle. Y contestó a su padre: “Hace ya tantos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. ¡Ahora llega este tu hijo, que dilapidó su hacienda con malas mujeres, y tú le matas el ternero cebado!”. Pero el padre le respondió: “¡Hijo! ¡Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! En cambio tu hermano que estaba muerto ha vuelto a la vida”
    , Lucas 15.11-32.

    El niño crece en joven, y el joven con seguridad
    decae en la edad vieja,
    Pero los cambios del tiempo no le enseñan que nada permanece;
    Así, en persecución incesante, busco los pies sagrados,
    De Aquél que, trascendiendo este mundo, preside más allá del universo
    , Thirumandiram, 181.

    Llámele “Padre”, y Padre será para ti, Thirumandiram, 7.


    Según la tradición del Yoga, Dios no castiga. Las leyes impersonales del karma (de la causa y el efecto), las leyes que sostienen este universo, son las que lo hacen. El propósito último de ellas es que aprendamos, que experimentemos en nuestra propia carne el “bien” y el “mal”. Estamos aquí para experimentar las consecuencias de nuestros actos, para probar “la fruta de la ciencia del bien y del mal”. El resultado de este aprendizaje es la sabiduría, que finalmente nos inspirará para regresar a nuestro hogar, para redescubrir nuestra verdadera naturaleza.

    La sabiduría es la capacidad de diferenciar lo verdadero de lo irreal, lo que verdaderamente origina felicidad de lo que origina sufrimiento. Ésa fue la experiencia del hijo pródigo: un crecimiento en sabiduría. Agotó todo su dinero, toda su herencia y sus talentos en perseguir un placer fugitivo. Y finalmente supo que la verdadera felicidad estaba en la casa del padre de la que salió un día.

    ¿Recibió un castigo de su padre cuando regresó? No. Aquí Jesús rompe radicalmente con la concepción de un Dios iracundo y justiciero, deseoso de purificar con fuego y castigos hasta el más sutil de los “pecados”. Jesús nos está diciendo que Dios nos ama incondicionalmente; nuestra felicidad es su gozo. El hermano del hijo pródigo representaría aquella concepción de la Divinidad basada en la lógica del dar y recibir, como una mera transacción comercial. A Dios le mueve el amor, no la “corrección”. El hermano no acaba de comprender este punto; no entiende por qué su padre trata de forma tan amorosa a quien actuó de forma errónea. Su padre le tiene que recordar que “todo lo mío es tuyo”. El hermano no se había dado cuenta de todo el alcance y la dimensión de la Divinidad. Una Divinidad que no se basa en la “corrección” sino en un amor que lo incluye todo y que no excluye nada. El amor se impone por encima de cualquier otra consideración, incluyendo la “lógica” retribución por nuestros actos según criterios humanos que no conocen lo que es el amor divino. El principio del amor divino lo abarca todo, trascendiendo las barreras del “tú” o del “yo”, del “mío” y del “tuyo”.

    Muchas de las parábolas de Jesús y de sus debates con los fariseos se basan en la confrontación entre estas dos concepciones de la Divinidad: por un lado, un Dios motivado por el amor incondicional, y por otro, un Dios que se limita a aplicar justicia, dando premios o castigos según la lógica de unas normas y unas leyes estrictas, que los fariseos se encargaban de interpretar, como si se tratasen de un código penal. Jesús, con sus enseñanzas, trastoca una y otra vez esta lógica, demasiado humana, enseñando el poder del amor que perdona y redime a la persona y a la sociedad; un poder, de alcance desconocido hasta entonces, que nos hace verdaderamente humanos y divinos.

    Se dice que Dios nos está llamando constantemente. Él desea que salgamos de nuestro juego sin fin en el samsara, el mundo de las dualidades inconstantes. Pero ésa es nuestra elección. Todos los seres humanos somos el hijo pródigo, buscando en las inconstantes dualidades del mundo el gozo infalible, en vano, agotando la herencia del tiempo de nuestra vida. En esto nadie es diferente. Hasta que un día la divina insatisfacción nos impulse a retornar de nuevo a la casa del Ser, nuestro hogar del gozo incondicional y eterno. Y allí nos espera siempre, amorosamente, el Padre, anhelando nuestro regreso.

     

     

     

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